Niños.
Unos
niños solos en una casa pequeña de un pueblo pequeño, no más grande que un
guijarro en la meseta. Juntos en una cocina de techo bajo apenas iluminada por
una lamparita sin pantalla que colgaba de unos cables desnudos. Un aire
caldeado por una estufa a querosene y por la excitación de unos niños, solos,
en una casa. Sin adultos, jugando como Alicias en el bosque, juegos con algo de
prohibido, provocándose entre ellos, rozándose con sus pulóveres de invierno,
dando vueltas alrededor de una mesa, entrando y saliendo de las tristes
habitaciones de esa casa pobre. Pero no importaba, quizá porque ellos mismos
tenían ropas pobres, comunes, descoloridas de tanto uso. Quizá porque los
adultos se habían ausentado y los habían dejado solos, al margen también de
retos obligados y automáticos que fingían una preocupación que habían perdido
quien sabe cuándo, y que solo era el ritual obligado de una responsabilidad que
ya no sentían.
Esos eran
los niños de esa casa, que era la única casa del pueblo, sí es que había un
pueblo en esa meseta extensa. Refugiados del frío, veían las manos del viento
empujar los vidrios oscuros de las ventanas, sacudir las chapas viejas del
techo.
-¿Qué
apostamos?- pregunta Paula, una flacucha con cara de ratoncito, estirando su
pulover blanco, rosa y violeta de lana gruesa y áspera. Excitada miraba el
rostro de sus compañeros que respiraban anhelando algo que no era expresable en
palabras. Y se chocaban y empujaban en la cocina mientras se observaban sobre
los bordes de los vasos de gaseosa. Los labios húmedos, las pupilas dilatadas,
las manos frías calentándose a empellones. Tres niños y cuatro niñas, pequeños
duendes que habían olvidado las edades que tenían y, que en ese momento
nocturno, nada sabían de los deberes, ni de lo prohibido. Iban de los ocho años
a los trece.
-Un
beso- decía Nancy, la más audaz, ardiente su mirada de ojos claros.
-Contamos
hasta diez- alentaba Paula -Pero despacito para que dure. Agregaba riendo.
Los
varones se miraban y pasaban sus lenguas por el filo de sus dientes, sabiéndose
deseados por unas niñas saltarinas. De repente, para ellos, todas las imágenes
de la noche se volvieron los labios rosados, brillantes de saliva, sin rouge, que
decían cosas tan audaces como el que iban a besarse según el azar de un juego
secreto.
-Verdad
o consecuencia-
-Verdad-
-¿Te
gusta Sandra?-
Juan
miró a Sandra, que tenía sus ojos hundidos en las cartas desparramadas de una
baraja española abandonada sobre la mesa. Una sota de oro, un dos de bastos, un
siete de espadas filosas, y un as de copa que se ofrecía ser bebido como lo
hacía la fuente carnosa de sus labios.
-Sí-
dijo y vio el respirar turbado de la niña que insinuaba sus pechos, bajo la
ropa.
Pero
Juan no sintió deseo sino una intensa sensación de mirar un abismo, no sintió
excitación sino un mareo al cruzarse con los ojos castaños de Sandra.
La
ronda siguió mientras la más pequeña de las niñas, de unos ocho años mostraba,
fugazmente, su pecho blanco y liso a la mirada de todos. Así el pudor se fue
desmontando y apagaron la luz principal, dejando solo alguna lámpara lejana. Y
en las sombras se sintieron más adultos.
-Diez minutos solos en la pieza, es la prenda- propuso Luis,
envalentonado.
La
casa se alejaba del mundo a través de la noche patagónica, tan lejos que se
volvió imposible que alguien llegará hasta allí. Ningún mayor podría navegar
esos cielos fríos, esas tierras ventosas. Arrastrados por las ráfagas los
adultos habían caído por los bordes de precipicios y ya muertos, se amontonaban
en sitios desolados con olor a estufas de querosene, vino y cigarrillos.
Juan
mordía sus dedos, tratando de adivinar que significaba ese pulso acelerado.
Sandra lo miraba cada tanto del otro lado de la mesa. Un mechón de su pelo
oscurecía sus ojos. Él pensaba que adentro de su cuerpo solo existía un hueco a
ser llenado, un agujero pesado que esperaba que algo lo atravesara de lado a
lado. Se sentía intensamente vacío, intentando saber si lo que sucedería se volvería
algo real que, por fin, lo saciara.
-Verdad
o consecuencia- preguntaba Paula, restregándose las manos sobre el vaquero.
Luis,
el mayor del grupo, encendió un cigarro y lo aspiró con una soltura recién
adquirida. La brasa vibró en la punta y el humo se agitó en remolinos ante los
ojos de los niños. Volutas dibujando voluptuosas formas en la penumbra,
enredándose en los cabellos y en los dedos. El olor a tabaco los volvió más
audaces y comenzaron a fumar. Sandra tomó el cigarrillo, aspiró y luego dejo
salir de entre sus labios el humo espeso del tabaco como una antigua diva de
cine. Sus labios húmedos, los dientes blancos, el pelo castaño, los ojos
entrecerrados. Medio rostro en las sombras y unos ojos brillantes atravesando
las nubecitas blanquecinas del tabaco. Entre sus dedos ardía la brasa y a Juan
le pareció una mujer, y él se quiso saber hombre.
Las
cortinas cerradas se agitaban pesadamente, sacudidas cada tanto por el aire que
se colaba por las hendiduras. ¿Qué noche más profunda que esa? Unos niños
olvidados olvidándose de los límites que establecían los adultos iban armando
el ritual de un acercamiento entre ellos. Un acercamiento prohibido. Lo intuían
y reían entre dientes.
-Verdad
o consecuencia-
La
tela de metal del calentador a querosene vibraba enrojecido. El aire estaba más
caliente y más pesado. El humo del cigarrillo flotaba entre ellos como
serpientes volátiles estirándose pecaminosas.
-Consecuencia-
dijo Juan, exhalando el humo. Consecuencia repitió en su cabeza, el significado
de la palabra se desvanecía tras la imagen de Sandra, de sus ojos turcos, de
sus labios, de la promesa de sus pechos púberes que se agitaban bajo su ropa.
Él
pensaba en los labios más que en sus pechos, aunque creía abarcar en ese beso
que se aproximaba, todo su cuerpo, y también su calor, su olor, su piel. Como
si en vez de besarla fuera a fundirse sobre ella para ser una parte más de su
organismo. Sandra era un abismo palpitante. Ni siquiera imaginaba el sexo con
ella sino solo el abrazo y sus labios tibios que iban a besar los suyos.
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