Apagaron

Apagaron las luces. Apenas un resplandor de estrellas se colaba por la ventana cubierta con una cortina de un marrón oscuro. Comenzaron a perseguirse por el dormitorio, comenzaron a tocarse en las sombras, a revolcarse sobre la cama. No había nadie más en la casa, solo ellos jugando, con el final de sus infancias a cuestas. La puerta cerrada los aislaba de la cocina donde quedaba sobre la mesa lo cotidiano: los platos sucios de una cena breve, los vasos vacíos con un último resto de gaseosa, las migas del pan desparramadas en el mantel. Juan le había dicho a su hermana que limpiaría. -Levanta la mesa, por lo menos. Cuando vuelva, yo lavo- había pedido la joven antes de irse, dejándolos masticando la manzana del postre. Ambos conocían esos días y noches donde todos se marchaban. Todos menos ellos, dos jóvenes de doce años, flacos y torpes que se quedaban solos en una casa pequeña, humilde y vieja, apenas una guarida para soportar el viento. Afuera la noche esperaba para soltar sus fantasmas sobre la nieve del invierno. Los niños no sentían miedo, respirando agitados, sentían el calor de una actividad íntima que gracias a la oscuridad se volvía casi prohibida. No sabían a que jugaban, no sabían que buscaban en esas peleas y llaves de luchas que practicaban sobre la cama. Solo lo hacían, sin pensar, haciendo caso al bullir provocador de la sangre. Se miraron por sobre la cama, en la oscuridad de la pieza. Eran dos sombras flacas, pálidas bajo el tenue resplandor de las luces lejanas que se colaban por la ventana. Se sacaron las remeras, acalorados y excitados, y saltando hacia el centro de la cama se atraparon en un abrazo entre pelea y caricia. Juan sentía el cuerpo de Luis entre sus brazos, deslizaba su mano por las ondulaciones palpitantes de sus costillas y sentía las manos de su amigo enredándose entre sus piernas tratando de trabarlo e inmovilizarlo. No hablaban, hacían fuerza en silencio, retorciéndose sobre el colchón para no ser vencidos en una llave inmovilizadora. -Solta- gritó Juan cuando Luis en un repentino giró lo puso boca abajo en la cama, con el brazo, dolorosamente torcido. Sentía sobre sí el peso de su cuerpo. -Quieto, soo!- dijo Luis, entre dientes, apretándolo contra el colchón. Juan se retorcía, moviéndose sus caderas hacia atrás. -Soltá, boludo- repetía, y corcoveaba hacia atrás con fuerza logrando como resultado que Luis apoyara con fuerza su pelvis sobre sus glúteos. -Te gané- decía cerca de su oído, sibilante. Dejó de moverse. Luis dejó de apretarlo y le soltó el brazo. Se quedaron así, uno sobre el otro, en silencio. La piel de sus torsos desnudos tocándose, tibias. El viento sopló con más intensidad. Por un resquicio de la ventana entraba su aliento y movía la cortina. En la pieza oscura los dos niños permanecían inmóviles. Uno sobre otro, expectantes de algo que apenas intuían podía suceder. Juan veía agitarse las sombras de las ramas deshojadas de un manzano sobre el vidrio. Respiraba profunda y rápidamente, nervioso, temeroso. Sin poder saber si lo que sentía era deseo. Movía algo su cuerpo y Luis apretaba su peso y su sexo sobre él. Lo sentía y no podía ver más allá, oscurecida su conciencia, como si la noche hubiera penetrado en su mente. -Te gané- repitió Luis. -Bajate- pidió Juan con un murmullo. Luis siguió encima de él, quieto. -Va a volver mi hermana- insistió apenas moviéndose bajo el peso del otro cuerpo, que sentía sobre cada centímetro del suyo y, con su cara aplastada sobre el colchón de la cama de dos plazas donde dormía junto a su padre, miraba la ventana y esperaba. Sus manos se apretaban bajo la almohada. La humedad de su aliento mojaba la funda y sentía el calor aumentar en su piel. Luis se balanceaba de un lado a otro confundiendo todo lo que hasta ahora Juan creía saber. Trataba de entender lo que pasaba mientras las agujas fluorescentes del reloj marcaban una hora extraña. Su sexo crecía dentro de su pantalón, aunque él dijera que no. Y así, como lo sentía en su cuerpo, lo sentía en el cuerpo de Luis que empujaba fuerte y suave. Suave y fuerte. Juan no quería y quería y tenía ganas de llorar y de seguir. De seguir y de llorar. -Es tarde- dijo más débilmente aun -Seguro que ya llega- -Te gané, maricón- le decía algo sofocado Luis. Hablaban suave, diciendo otras cosas desconocidas y escondidas en esas palabras que esquivaban aquello que aún no sabían expresar. -Me torciste el brazo, eso no vale- -Es una llave de lucha- se defendió Luis. -Es trampa- dijo Juan con ganas de llorar. -No lo es- insistió Luis y su mano rozó su cintura hundiéndose entre la tela del vaquero y su piel. -Salí- gritó Juan y con un brusco movimiento logró deshacerse. Buscó su remera en la oscuridad sin encender la luz, no quería ver a su amigo semidesnudo. Ni ver, quizá, la erección que había sentido. No quería, era mejor quedarse a oscuras, refugiado. -Ponete la remera- dijo, reprimiendo el llanto -Ponetela- Después se levantó y fue a la cocina. Sobre la mesa estaban los platos sucios, los vasos con algo de gaseosa, las migas desparramadas. Se puso a juntar la mesa, luego tomó el mantel y salió al patio a sacudirle las migas. La noche fría le mordió los brazos desnudos y sintió como se enfriaban, también, las lágrimas que, enredadas en sus pestañas, no había dejado caer. Cuando llegó su hermana los encontró jugando a la escoba de quince. Silenciosos y concentrados. -¿La pasaron bien?- preguntó. -Qué te importa- contestó Juan, tirando las cartas sobre la mesa y mirándola con rabia.

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